viernes, 26 de junio de 2009

La Fiesta


El pueblo danza entre sinfonías de ignorancia, los motivos de su alegría son tan inciertos como las noches del frio invierno. Espectros deambulan incansables buscando obsequios frívolos mientras su crédito plástico los encadena aun más al sistema. Todo objeto, idea o sentimiento se exhibe estático tras los cristales de un vulgar kiosco; el amor es otro bien de cambio y su valor es tan alto como las cifras en su etiqueta.

La ambigüedad de aquel mundo es evidente, los sueños que pretenden fundar utopías se ahogan entre océanos de consumismo. Los faltos instantes de interacción humana se pierden en intercambios de mercancía y frenesís alimenticios.

Las calles se encienden entre soles artificiales y sus gélidas llamas se limitan a revolotear salvajes mientras los ingenuos observan absortos. Un pueblo feliz es ciego, no razona y calla; Basta un poco de música o licor, las cuestiones que rigen su vida los tiene sin cuidado.

Alegría; derecho divino de la aristocracia, mientras unos cuantos se regocijan en su opulencia, los miserables mortales se desgarran unos a otros en busca de motivos para dar otro respiro. Los implacables azares del destino deciden premiar a ladrones y asesinos. Este mundo no admite justicia alguna, que los idealistas desaparezcan junto con la armonía de sus quimeras; que los hambrientos nutran la tierra con sus frágiles cadáveres; que la gloria resplandezca sobre los bienaventurados.

Los nobles vientos cantan al unísono, el cielo se apaga en fugaz penumbra y toda bestia calla; pero esto no conmueve a las lúgubres siluetas, ellas gritan, arden y pelean; comen, compran, duermen e ignoran. Ya no piensan, ya no son, solo pretenden.

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